Educación infantil. Las dos caras de una misma moneda frente al COVID19

Días de incertidumbre, continuas llamadas y mensajes de las familias preguntando en que situación estamos, y mucha lectura de opiniones de colegas del sector. Todos intentando descifrar un crucigrama tan complicado como es la vuelta a las aulas en la etapa de educación infantil y como convivir con el COVID19. Pues bien, ahí va mi opinión, no solo como educador sino también como propietario de un centro infantil. Quede claro de antemano que existe una intención nula por mi parte de politizar o crear polémica con este asunto tan delicado.

No querría profundizar en el tema sin resaltar primero la importancia vital de esta etapa educativa. Creo que nadie pondría en duda que nuestra etapa es primordial para asentar los cimientos del desarrollo y aprendizaje de los alumnos, y que en nuestro día a día, detrás de cada actividad, cada canción, cada cuento, existe un enorme trabajo de planificación, observación y evaluación de nuestros peques. Caminamos con ellos, los apoyamos en su evolución personal, social y emocional, a la vez que afianzamos su desarrollo cognitivo. Y aunque muchos colegas del sector pueden no ver su labor lo suficientemente valorada, en mi caso he tenido la suerte, durante toda mi carrera profesional, de estar rodeado de  familias extraordinarias que valoran enormemente nuestro trabajo. Y no, nunca he sentido en primera mano ese menosprecio a una etapa educativa que algunos puedan calificar de menor importancia o simplemente un “parking de niños”.

Aclarado esto, ¿ahora qué? ¿Cuándo y cómo volvemos a las aulas? ¿Es posible convivir con este virus y garantizar la seguridad en nuestros centros? Pues aquí es donde nos encontramos con las dos caras de la misma moneda.

Al parecer podremos reabrir a partir de la fase 2 de la desescalada para dar apoyo a las familias en las que todos sus progenitores están trabajando fuera de casa, pero es poco más lo que sabemos sobre qué nuevos requerimientos y/o restricciones tendremos que afrontar. Se empiezan a oír campanas sobre reducción de ratios y aforo en las aulas, cuestiones que, en nuestra etapa en particular, de nada servirían. Tomemos ya como premisa segura que no podremos cumplir con ciertas normas de seguridad como el distanciamiento social, tengamos 5 o 50 alumnos en el aula. Los peques necesitan de nuestra cercanía para poder sentirse seguros y buscan el contacto humano de manera natural e incontenible, tanto con sus educadores como con sus compañeros ¿Alguien piensa que podríamos darle un biberón o cambiarle el pañal a un bebé a 2 metros de distancia? ¿O que cuando un peque entre llorando (que entrarán la mayoría a la vuelta, dada las circunstancias tan excepcionales) seremos capaces de “arrancarlos” de los brazos de sus papis y ofrecerles el calor que necesitan manteniendo una distancia de seguridad? ¿Dejaremos llorar a un peque cuando se caiga sin ser capaces de darle un abrazo? ¿Los alejaremos de sus compañeros, para que jueguen en sus pequeñas burbujas, después de haber trabajado tanto por su desarrollo social? No, que no quede duda, no podremos hacer nada de eso. Ni podemos, ni queremos. Sería cooperar en una deshumanización de la infancia y de nuestro trabajo que ningún sentido tendría. Los peques no lo entenderían, y nosotros, los educadores, volveríamos a casa cada día con el corazón roto por no haber podido hacer bien nuestro trabajo.

Por supuesto que haríamos todo lo posible para reforzar, aún más si cabe, las medidas higiénicas. ¿Pero es eso suficiente si no podemos garantizar el distanciamiento social? Además, ¿seremos capaces de convertirnos en máquinas higiénicas, desinfectando todo aquello que los peques toquen o se lleven a la boca, sin dejar de lado nuestra labor como educadores?

Pues bien, si miramos a todo esto, probablemente la mayoría pensaría que no, no estamos en condiciones de volver a las aulas.

Y, ¿entonces que? ¿nos mantenemos cerrados hasta que tengamos una protección absoluta, que solo vendrá con la vacuna, con suerte en un año más o menos? Inviable. Y aquí van tres motivos de peso:

  • No podemos someter a nuestros peques a meses y meses de aislamiento. Sería cortarles las alas, privarlos de las herramientas necesarias para trabajar en su desarrollo, negarles algo tan vital en estos primeros años de vida como es la socialización y el juego con otros niños.
  • Necesitamos dar solución a muchas familias trabajadoras que empiezan a entrar en una situación insostenible. Somos una pieza fundamental en el puzzle de la conciliación familiar, y una llave importantísima en la reactivación de tejido laboral y económico. ¿Cómo van a volver esos papis al trabajo si permanecemos cerrados? ¿Los obligamos a tirar de abuelos, poniéndonos así nosotros a salvo a costa de poner en riesgo a otros sectores más vulnerables?
  • Y en último lugar, ¿Qué pasará con las escuelas infantiles privadas si alargamos la vuelta durante demasiado tiempo, hasta que tengamos una seguridad absoluta? ¿Serán todas capaces de superar un bache de tal magnitud? Que no quede duda que una gran mayoría de ellas se verían abocadas al cierre definitivo, con lo que ello conlleva en cuanto a destrucción de oferta de plazas educativas, la destrucción masiva de empleos en el sector, y el estrés añadido para las familias, que tendrán que buscar nuevos centros educativos para sus peques.

Desafortunadamente, todavía quedan muchas dudas y disponemos de muy pocas respuestas. A día de hoy muchos aún no tenemos muy claro hacia qué lado inclinar la balanza, con qué lado de la moneda nos quedamos. Habrá que esperar una semanas más para ver cómo evoluciona la pandemia y que nuevas instrucciones recibimos por parte de las administraciones. Aunque algunas cosas sí que están claras de momento: la mayoría de los educadores infantiles estamos con medio corazón roto, echando muchísimo de menos a nuestros peques y lamentando enormemente que, siendo tan vulnerables, tengan que estar pasando por esta situación tan excepcional. ¡Y que estamos deseando volver al cole para poder abrazar a nuestros pequeños monstruitos!